Apenas el sol sale, la vida comienza en el Barrio Judío. Las puertas que permanecieron cerradas durante la noche se abren para dejar entrar el aire y la luz del día en las casas. El olor a limpio inunda las calles empedradas por las que los hervasenses, cristianos y judíos, han deambulado durante siglos. Los ecos de sus pasos parecen resonar aún sobre los adoquines.
Por las puertas entornadas escapan el sonido del trajín matutino y el aroma del detergente. Una vez se da por concluida la limpieza del propio hogar, el agua jabonosa corre también por las calles. Cada vecina adecenta el acceso a su vivienda y riega sus flores. Porque en el Barrio Judío una casa sin flores, o sin un canario que le cante al nuevo día desde una jaula colgada en la fachada, apenas parece una casa.
Junto a algunas puertas, en los cubos de plástico la colada flota indolente al sol cual pálida alga, blanqueándose como lo hacía antaño, cuando aún no se habían inventado los modernos quitamanchas.
La actividad es constante, pero las tareas se ejecutan con sosiego. Aún hay espacio para la serenidad. Los quehaceres diarios todavía dejan tiempo para saludar cordialmente a cuantos pasan por la calle, para acoger al extraño. Quizá también para sentarse a la puerta de casa a charlar con las vecinas o para vender aguardiente de cerezas o de higos, tal vez vino de pitarra, a los transeúntes más avispados, los que aún buscan el sabor de la tradición en el fondo de un vaso o un plato.